martes, 31 de marzo de 2015

La corrupción en diez proposiciones



1. Es verdad que la corrupción –el abuso de una posición de poder diseñada para servir a los demás, en busca del provecho propio– tiene largas raíces en nuestra cultura. Es decir, los actos de corrupción no sólo son tolerados por buena parte de la sociedad sino que son aceptados y aun reproducidos de manera sistemática. No son episodios aislados ni excepcionales, sino que forman parte de nuestras relaciones cotidianas. Sin embargo, la cultura –los valores y las prácticas que definen las referencias compartidas por una sociedad– no es estática ni se produce por generación espontánea. La cultura es el resultado de una larga cadena de acontecimientos, percepciones e información social, que se ajusta y cambia con cada uno de sus eslabones.

2. La aceptación y la reproducción de los actos de corrupción son, en principio, resultado de la impunidad; esto es, de la incapacidad de las normas jurídicas para impedir el abuso del poder en provecho personal. Las leyes encarnadas en las autoridades responsables de su cumplimiento se vuelven negociables y casuísticas: no se aplican de manera universal –parejo para todos–, sino que su eficacia depende de las circunstancias y de los individuos que forman parte de cada situación en la que se verifica el abuso del poder. La reproducción de esa
casuística hace que el fenómeno se vuelva sistemático.

3. La primera causa de esa relación es la captura de los puestos destinados a servir a los demás, tanto de los que se eligen mediante el voto popular, como de los que son designados por quienes ganan los primeros. Por regla general, las y los candidatos que se postulan a las elecciones obtienen su nominación por su cercanía con los dirigentes de partido o por conveniencia electoral. Dado que la presentación de candidatos es un monopolio partidario –matizado por las candidaturas ciudadanas que, en la práctica, requieren formar partidos fácticos–, sólo de manera excepcional se obtendría una candidatura por méritos probados o se ganaría una elección sin emplear recursos públicos. De hecho, esto último no ha sucedido nunca desde que México transitó a la democracia. La clase política es una élite formada por alianzas, lealtades e intercambios entre grupos que buscan el poder.

4. Aunque las elecciones están diseñadas para someter el reparto del poder a la libre voluntad de los ciudadanos, éstos saben muy poco de la trayectoria de las y los candidatos que compiten por los puestos públicos. Solamente los candidatos que aspiran a las posiciones de mayor envergadura –como la presidencia del país– son sometidos a una revisión más o menos pormenorizada de sus trayectorias y de sus ideas. En cambio, de la gran mayoría de las demás candidaturas no se sabe casi nada: nombres y fotografías expuestas en la propaganda, sin pasado y sin contenido sustantivo. Se sabe muy poco de sus méritos y se sabe mucho menos de sus deméritos y sus defectos. Tampoco hay información satisfactoria sobre los recursos que utilizan, ni medios suficientes para cotejar lo que prometen con lo que cumplirán. Más que un proceso informado de selección entre opciones diferentes, las elecciones constituyen una competencia basada en la reproducción a gran escala de alianzas y favores, y para la gran mayoría de quienes votan libremente son, en el mejor de los casos, una apuesta más o menos ciega por las ofertas partidarias.

5. Una vez que se reparten los puestos sometidos al veredicto de las urnas, se verifica enseguida el llamado sistema de botín: la distribución más o menos libre de los puestos de designación que corresponden a cada cargo ganado en la elección. El poder burocrático se mide, en principio, por el número de puestos que se pueden designar y por el monto del presupuesto público que esos puestos habrán de manejar. Para obtener un nombramiento en México, la cercanía, la amistad, la lealtad o el intercambio de favores prevalecen sobre el mérito y las competencias. Es verdad que no se puede designar a cualquier persona en los puestos de mayor responsabilidad. Pero la razón primera para tener un puesto de designación en las administraciones públicas de México no es el ascenso ganado en una carrera profesional acreditada, sino la buena voluntad del poderoso enturno. Todos los gobiernos del país –con independencia de los partidos que los han ganado– descansan en el sistema de botín.

6. Una vez que se obtienen los puestos de elección y se distribuyen los de designación, los funcionarios públicos emplean los medios que tienen a su alcance para permanecer entre la élite política. El medio más inmediato que tienen a su alcance para colmar ese propósito es el presupuesto público. Si bien es cierto que éste tiene muchas más restricciones de uso que la distribución de empleos ya mencionada, todavía no hay suficientes reglas para garantizar que la asignación presupuestaria, realizada a través de programas y oficinas públicas, responda claramente a las necesidades objetivas de la sociedad. La mayor parte de los presupuestos se asigna por motivos inerciales –porque así se hizo antes, aunque no se haya hecho bien–, por conveniencia política –para que se noten las acciones emprendidas por los poderosos y éstos tengan argumentos para permanecer en el poder– o, de plano, por compromisos asumidos previamente. No es casual que más de dos terceras partes del dinero público en México tenga evaluaciones negativas –con independencia de la fuente oficial que se utilice–, ni tampoco que mientras más dinero público se ejerza, más desigual sea la sociedad. El presupuesto es, antes que otra cosa, un instrumento de poder.

7. Los procedimientos a través de los cuales se toman decisiones en las administraciones públicas son generalmente abigarrados, oscuros y confusos. Se sabe que la discrecionalidad es enemiga de la honestidad; y también se sabe –gracias a los estudios comparados y a la evidencia empírica reunida– que la multiplicación y la fragmentación de las reglas administrativas incrementan las oportunidades de discrecionalidad. No obstante, las instituciones destinadas a combatir la corrupción en México están fragmentadas y cada una tiende a multiplicar las reglas que han de seguir los funcionarios públicos. Desde este punto de vista, el funcionario más honesto no es quien fija sus programas en función de los problemas públicos que ha de solucionar, ni tampoco quien somete sus decisiones, los recursos que utiliza y sus resultados al escrutinio de la sociedad, sino quien consigue mostrar que ha cumplido los procedimientos burocráticos correctos. El corrupto es, en cambio, quien comete errores de procedimiento; quien produce una anomalía en el sistema, detectada y probada por quienes, a su vez, justifican su pertenencia al régimen ofreciendo estadísticas de sanciones políticamente necesarias.

8. Con todo, las instituciones dedicadas a combatir la corrupción han producido información valiosa sobre los procedimientos que generan el mayor número de anomalías. Sabemos que las capturas más frecuentes se encuentran en cinco ámbitos de la gestión: 1) en el reparto de los puestos de designación y el usufructo de sus beneficios, así como en las trampas destinadas a obtener sentencias millonarias por despidos injustificados; 2) en la asignación de contratos de obras públicas o de compras gubernamentales –que simulan, sin embargo, seguir procedimientos de licitación formalmente impecables–; 3) en los actos de autoridad que se manifiestan a través del otorgamiento de concesiones, licencias o permisos de toda índole –desde fraccionamientos hasta la apertura o la operación de negocios informales–; 4) en la transferencia de recursos públicos a través de subsidios o programas de asistencia, cuya obstinada multiplicación es equivalente al monto de los beneficios políticos y monetarios que los funcionarios públicos obtienen; y 5) en la administración pública de “ventanilla”, donde los ciudadanos entran en contacto personal y directo con funcionarios para allegarse de un servicio, incluyendo de manera destacada los que dicen ofrecer seguridad o procurar y administrar justicia. Pero aun sabiéndolo y teniendo cada vez más información sobre la corrupción verificada en esos ámbitos, la respuesta sigue siendo procedimental y fragmentaria. Y en lugar de modificar las causas de la corrupción, se persiste en la persecución individual de funcionarios, una vez que éstos han sido detectados como anomalías.

9. En los últimos años, México ha conseguido grandes avances en el derecho de acceso a la información pública, mejor conocido como transparencia. Los gobiernos del país también se han sumado a los propósitos del Open Government Partnership y las instituciones garantes del acceso a ese nuevo derecho se han fortalecido. No hay ninguna duda de que cada día se produce más información pública, se tiene un mejor acceso a ella y hay un mejor uso de los datos públicos. En contrapartida, los archivos y la gestión original de las decisiones tomadas en la esfera pública siguen siendo una promesa, las cuentas públicas –incluyendo la también prometedora armonización contable del país– son tan insuficientes como oscuras, la asignación presupuestaria sigue respondiendo a los patrones de discrecionalidad ya mencionados y los procesos de fiscalización siguen sin llevar a correcciones sustantivas de los errores advertidos en las auditorías. La transparencia ha sido favorable para encontrar y denunciar abusos y producir escándalos. Pero también puede ser una coartada para la corrupción sistémica: más información publicada, mejores portales electrónicos, transparencia focalizada e interactiva con usuarios calculados y mucha propaganda, a cambio de mantener intactos los procesos que originan y reproducen los abusos de poder para provecho propio.

10. Por último, la corrupción abre puertas favorables a la entrada y el ensanchamiento de los poderes fácticos. No sólo el crimen organizado sino los empresarios depredadores de cualquier naturaleza, pueden situar aliados a través de las candidaturas partidarias –como de hecho hacen–, exigir puestos de designación propicios a sus intereses –tal como sucede–, hacerse de contratos o de negocios millonarios –como ocurre de manera sistemática–, obtener concesiones y licencias a despecho de los daños que sus intereses puedan ocasionar a un amplio conjunto de la sociedad –como de hecho pasa–, eludir sanciones administrativas o la procuración de la justicia cuando traspasan las fronteras del delito –como ocurre con frecuencia–, entre un largo etcétera que convalida la vigencia de la corrupción. Este fenómeno es efectivamente cultural, porque las prácticas y los valores que prevalecen en nuestra organización política lo refrendan de manera sistemática.

Fuente: Mauricio Merino

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