viernes, 26 de junio de 2015

¿Por qué robar en lugar de trabajar?




¿Cuál es la diferencia entre un ladrón, un empresario, un emprendedor, un funcionario venal, un funcionario público, un violador y un político corrupto?

Robar, ¿el común denominador del tonto y flojo?



Siempre he pensado que lo primero que es un ladrón, dicho sea en términos eufemísticos, es un individuo al menos tonto y, en segundo lugar, con ganas de admitir un segundo calificativo despectivo: etiquetémoslo como flojo.

Un empresario
husmea oportunidades mercantiles, tecnológicas o financieras, etc… Lucha por construir inteligente y audazmente un patrimonio. Crea empleos, obtiene divisas, paga impuestos, genera fuentes de riqueza, convierte páramos en campos de golf, apuesta sus recursos a la investigación científica para salvar la vida de millones de personas con medicamentos mágicos que, aun cuando no precisamente ayuden a recuperar la salud, sí que pueden producir inmensas dosis de felicidad al volver a recobrar la potencia sexual, a título de ejemplo.

El emprendedor
construye carreteras, puertos, aeropuertos, polos de desarrollo turístico, en donde antes solo se encontraban playas desérticas; edifica hospitales, invierte en escuelas, universidades y academias, destina cantidades de dinero a la filantropía (en muy baja proporción); en fin, arriesga sus capitales con el ánimo de conquistar crecientes niveles de bienestar y también, claro está, ayuda indirectamente a consolidar la existencia de una mejor sociedad, de un mejor país.

Me he cansado de convivir con hombres de negocios con úlceras, calvicies prematuras, infartos, insomnios, dolencias gástricas de diferente naturaleza, derivadas de diversos vaivenes de los mercados financieros y de las políticas fiscales de los gobiernos en turno, que siempre traen consigo nuevos impuestos.

Los he visto padecer contracciones de la demanda doméstica o externa, el poder de la competencia nacional o extranjera o sufrir por la amenaza de una huelga o por la irrupción de una feroz visita fiscal o por la imposibilidad de cumplir con los compromisos financieros o con el peso de las nóminas quincenales. Al hipotecar sus bienes y jugárselos en una carta, a cambio del éxito de un proyecto, se pueden obtener excelentes dividendos o pérdidas catastróficas para una o muchas familias.

El funcionario venal
no tiene por qué exponerse a estas vicisitudes. Estos auténticos cleptómanos, auténticos presupuestívoros, se enriquecen impunemente con los ahorros públicos, a sabiendas de que nunca se les impondrán penas corporales; si acaso, la separación indefinida del cargo.

El funcionario público
que roba o extorsiona, lo hace sin percatarse de que está confesando su incapacidad de ganarse la vida de manera digna y honorable. Sin entrar al campo de la ética, simplemente acepta, por la vía de los hechos, que es un auténtico imbécil, un haragán que hurta los bienes ajenos para hacerse de un patrimonio que jamás podría construir con su talento y con su imaginación.

Lo mismo acontece con los violadores: estos necesitan golpear con un marro a las mujeres, deshacerles la cara a golpes para poseerlas, renunciando al galanteo exquisito, al proceso de seducción fino y delicado, al que no tiene acceso un troglodita acostumbrado al uso de la fuerza para materializar sus sueños pervertidos. Por medio de la violencia destruyen el amor.

Al saber de un político corrupto –la inmensa mayoría lo son–, no solo estamos en presencia de un bribón, de un maleante, sino de un pedazo de animal, por definición, que se ve obligado a robar, en lugar de trabajar; de la misma manera que el violador acepta, por la vía de los hechos, su renuncia, su incompetencia para disfrutar lo mejor de la vida…

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