EL
CANIBALISMO POLÍTICO
FUENTE: Víctor Meza
Las luchas internas en los partidos políticos, sin importar el signo ideológico o la doctrina que los distingue y alienta, suelen desembocar en feroces reyertas y venganzas personales que, al final de cuentas, lejos de fortalecer y dar cohesión orgánica al partido, acaban fracturándolo y, por lo mismo, debilitándolo.
Después de un proceso electoral, esas luchas se intensifican y amplían, tanto en los partidos perdedores como en el seno del ganador. Los derrotados tienden a exigir cuentas, mientras que los vencedores exigen cuotas de poder. Ambas razones son suficientes para abrir la pelea y ensangrentar la arena.
En el caso de los que perdieron la elección, los reclamantes van por la cabeza de los responsables.
Exigen cambios en la conducción y revisión profunda del liderazgo político. En cambio, en el caso de los que ganaron la batalla, el reclamo está ligado a la concepción patrimonial del poder, que convierte al Estado en un botín que debe ser repartido y distribuido en cuotas políticas e influencias administrativas concretas.
Después de las recientes elecciones de noviembre de 2013, los contendientes están sumidos ya sea en la euforia desmedida del triunfo o en la frustración y el desencanto de la derrota. Ambos
Estados de ánimo son peligrosos y, con facilidad, se convierten en espacios propicios para la confrontación y la discordia. Los ejemplos sobran y una mirada somera al escenario político local es suficiente para comprobar estas afirmaciones.
En el partido de gobierno son más que notorias las tendencias internas que disputan cuotas específicas de poder y exigen un lugar determinado bajo la sombrilla estatal, valga decir un sitio concreto en el presupuesto nacional. Muchos que creían tener asegurados sus espacios tradicionales de influencia y mando, se han visto sorprendidos por la inesperada exclusión.
Otros, ilusos en demasía, siguen esperando la benevolencia presidencial y confían, ingenuos a toda prueba, que “el hombre” (forma feminoide de identificar al jefe o llamar al poder) se acuerde de ellos y los cubra de alguna manera con el manto de su magnanimidad.
Pero el poder obnubila y, a veces, distorsiona de tal manera el carácter y la conducta de quienes lo Detentan que los reconvierte y transforma en el contrario de lo que fueron antes.
La antigua cortesía se vuelve prepotencia y arrogancia; la sonrisa de antaño se muta en ceño fruncido, al tiempo que la tolerancia en época de campaña electoral se traduce en exclusión grosera y silencio hostil.
“El hombre” ya no es el mismo, el poder lo ha cambiado, ha sacado a flote sus pasiones más primarias y ha relegado a un segundo plano las virtudes que ostentaba. Como en una versión curiosa de “La Metamorfosis” de Franz Kafka, nuestro personaje se ha vuelto un clon contradictorio de sí mismo.
Y el que reclama lo que cree merecer, bien puede recibir su merecido. O el que disiente, que corre el riesgo de sufrir el ostracismo burocrático. Peor le puede ir al que pretende disputar el poder futuro y convertirse en aspirante prematuro. La represalia puede llegar a los límites del canibalismo político, o del “cainismo”, como prefieren decir algunos, en alusión directa a la vocación fratricida y “abeliana” de muchos correligionarios, tan sectarios como intolerantes.
Es la venganza con reminiscencia bíblica, el desquite tardío, la fruición perniciosa del vencedor arrogante. El hermano de ayer convertido en el verdugo de hoy.
En este laberinto insufrible, la lucha contra la corrupción, real o simulada, suele ser utilizada como mecanismo apropiado para los ajustes de cuentas.
Con el pretexto de perseguir y condenar el comportamiento del funcionario indecente, se persigue y hostiliza en realidad al disidente corrupto... o a su padrino político, también corrupto.
De esa forma, la verdadera lucha contra la corrupción, que debe castigar al corrupto y sancionar al corruptor, se desnaturaliza y desvirtúa. Queda convertida en un mecanismo de presión o de venganza, forma personalizada de dirimir las discrepancias políticas entre el perseguidor y el perseguido... o sus protectores.
La lucha contra las formas corruptas de administrar el Estado se vuelve mecanismo de chantaje, procedimiento apropiado para satisfacer las ansias de los caníbales políticos.
El Caín dirigente persigue y hostiga al Abel aspirante, investiga a sus amigos y aliados, le destapa la ola de sus escándalos (siempre hay material de sobra para hurgar en la podredumbre)y lo exhibe como un desvergonzado y canalla que, por ningún motivo, merece o mereció dirigir los destinos del país.
Se acabó la amistad de ayer, si es que la hubo. Desapareció la gratitud, real o fingida, que se tributaba al antiguo protector y padrino. Hoy todos son adversarios, son el blanco de la persecución “moralista” y depuradora.
Los “nuevos tiempos” requieren nuevos amigos y mejores aliados. Es la hora de los cambios y las mutaciones, el momento casi sublime de la siniestra metamorfosis política.
El canibalismo está alcanzando su punto más alto y, por lo visto, ha llegado para quedarse por un buen tiempo. Prepárense, “ganadores” y perdedores
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