El pajarito que se convirtio en zopilote |
Este era un
pajarito que cada mañana platicaba con el pequeño dictador de cierto país. Le
hablaba de política y de deportes, comentaban las telenovelas y le daba
consejos sobre cómo gobernar.
El pequeño dictador lo escuchaba con atención porque estaba seguro que el pajarito era la reencarnación milagrosa de su padre político; el hombre que lo formó, que creyó en él y que le heredó el poder como solo podría hacerlo un padre con su hijo.
Nunca podremos saber si el pajarito era la reencarnación del Gran Dictador porque, en teoría, la reencarnación no existe, los pajaritos no hablan y los pequeños dictadores no suelen escuchar pajaritos porque, en términos generales, no escuchan. Sin embargo, esta es una historia inspirada en el realismo mágico sudamericano y todo es posible, incluso la realidad.
Nicolás Maduro Moros, un presidente con mente infantil quien hablaba con un pajarito, asegurando que era el espiritu de su padre putativo Hugo Chavez |
En el fondo el pequeño dictador necesitaba que alguien le dijera qué hacer. Habían sido tantos años de limpiar las botas del gran Dictador y de seguir sus instrucciones que había un vacío enorme que llenar en su alma pedestre e insegura. El pajarito no lo sabía, porque cuando el poder llega así de esa manera uno no se da ni cuenta, y el poder había enfermado al pequeño dictador. Un día ordenó que el pajarito fuera encerrado en una jaula.
El pajarito se entregó voluntariamente. Su acto es confuso. Ya no sabemos quién es el pajarito en este momento de la fábula. Sólo sabemos que su libertad ponía nervioso al pequeño dictador.
De algún modo era como si el joven Simba hubiera secuestrado al espíritu del Rey Mufasa para que siguiera aconsejándolo eternamente. Pero Simba había madurado en ese momento y el pequeño dictador no era maduro, solo se llamaba así, pero no lo era, era verde. Así le llamaba el Gran Dictador: “Verde”. Y del verde llegó a la putrefacción sin haber pasado nunca por la madurez.
Obligado a cantar, torturado sicológicamente, con desabasto de alimentos y privado de contacto con el exterior, en poco tiempo el ave perdió el brillo de sus plumas y su semblante cambió. Su canto poco a poco se transformó en un feo graznido y las palabras que dedicaba al pequeño dictador estaban llenas de odio y resentimiento. Ya no era un pajarito, ni siquiera un cuervo, ahora era un zopilote; un ave de mal agüero, un ave carroñera.
El pequeño dictador, cada día más solo, cada día más intolerante y violento, le preguntaba qué hacer mientras trataba de lavarse las manos manchadas de sangre. Le preguntaba si lograría derrotar a sus enemigos, si conservaría el poder para él y los suyos, si lograría reprimir a las voces disidentes. Le preguntaba si acaso era necesario endurecer aún más la violencia del Estado contra aquellos que no estaban de su lado.
Pero el ave para entonces ya era libre de su yugo aunque siguiera cautiva. Y clavaba sus grandes ojos en la figura cada vez más reducida del pequeño dictador. El pajarito que se volvió zopilote y no cuervo solo tenía una cosa que responder a cada pregunta y a cada balbuceo del incipiente tirano. Solo una cosa que decirle por el resto de su vida. Y esas dos palabras salidas de un cuento de Edgar Allan Poe se las repetiría hasta el fin de sus pequeños días, e incluso más allá:
Este
era un pajarito que cada mañana platicaba con el pequeño dictador de
cierto país. Le hablaba de política y de deportes, comentaban las
telenovelas y le daba consejos sobre cómo gobernar.
El pequeño dictador lo escuchaba con atención porque estaba seguro que el pajarito era la reencarnación milagrosa de su padre político; el hombre que lo formó, que creyó en él y que le heredó el poder como solo podría hacerlo un padre con su hijo.
Nunca podremos saber si el pajarito era la reencarnación del Gran Dictador porque, en teoría, la reencarnación no existe, los pajaritos no hablan y los pequeños dictadores no suelen escuchar pajaritos porque, en términos generales, no escuchan. Sin embargo, esta es una historia inspirada en el realismo mágico sudamericano y todo es posible, incluso la realidad.
En el fondo el pequeño dictador necesitaba que alguien le dijera qué hacer. Habían sido tantos años de limpiar las botas del gran Dictador y de seguir sus instrucciones que había un vacío enorme que llenar en su alma pedestre e insegura. El pajarito no lo sabía, porque cuando el poder llega así de esa manera uno no se da ni cuenta, y el poder había enfermado al pequeño dictador. Un día ordenó que el pajarito fuera encerrado en una jaula. El pajarito se entregó voluntariamente. Su acto es confuso. Ya no sabemos quién es el pajarito en este momento de la fábula. Sólo sabemos que su libertad ponía nervioso al pequeño dictador.
De algún modo era como si el joven Simba hubiera secuestrado al espíritu del Rey Mufasa para que siguiera aconsejándolo eternamente. Pero Simba había madurado en ese momento y el pequeño dictador no era maduro, solo se llamaba así, pero no lo era, era verde. Así le llamaba el Gran Dictador: “Verde”. Y del verde llegó a la putrefacción sin haber pasado nunca por la madurez.
Obligado a cantar, torturado sicológicamente, con desabasto de alimentos y privado de contacto con el exterior, en poco tiempo el ave perdió el brillo de sus plumas y su semblante cambió. Su canto poco a poco se transformó en un feo graznido y las palabras que dedicaba al pequeño dictador estaban llenas de odio y resentimiento. Ya no era un pajarito, ni siquiera un cuervo, ahora era un zopilote; un ave de mal agüero, un ave carroñera.
El pequeño dictador, cada día más solo, cada día más intolerante y violento, le preguntaba qué hacer mientras trataba de lavarse las manos manchadas de sangre. Le preguntaba si lograría derrotar a sus enemigos, si conservaría el poder para él y los suyos, si lograría reprimir a las voces disidentes. Le preguntaba si acaso era necesario endurecer aún más la violencia del Estado contra aquellos que no estaban de su lado.
Pero el ave para entonces ya era libre de su yugo aunque siguiera cautiva. Y clavaba sus grandes ojos en la figura cada vez más reducida del pequeño dictador. El pajarito que se volvió zopilote y no cuervo solo tenía una cosa que responder a cada pregunta y a cada balbuceo del incipiente tirano. Solo una cosa que decirle por el resto de su vida. Y esas dos palabras salidas de un cuento de Edgar Allan Poe se las repetiría hasta el fin de sus pequeños días, e incluso más allá:
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El pequeño dictador lo escuchaba con atención porque estaba seguro que el pajarito era la reencarnación milagrosa de su padre político; el hombre que lo formó, que creyó en él y que le heredó el poder como solo podría hacerlo un padre con su hijo.
Nunca podremos saber si el pajarito era la reencarnación del Gran Dictador porque, en teoría, la reencarnación no existe, los pajaritos no hablan y los pequeños dictadores no suelen escuchar pajaritos porque, en términos generales, no escuchan. Sin embargo, esta es una historia inspirada en el realismo mágico sudamericano y todo es posible, incluso la realidad.
En el fondo el pequeño dictador necesitaba que alguien le dijera qué hacer. Habían sido tantos años de limpiar las botas del gran Dictador y de seguir sus instrucciones que había un vacío enorme que llenar en su alma pedestre e insegura. El pajarito no lo sabía, porque cuando el poder llega así de esa manera uno no se da ni cuenta, y el poder había enfermado al pequeño dictador. Un día ordenó que el pajarito fuera encerrado en una jaula. El pajarito se entregó voluntariamente. Su acto es confuso. Ya no sabemos quién es el pajarito en este momento de la fábula. Sólo sabemos que su libertad ponía nervioso al pequeño dictador.
De algún modo era como si el joven Simba hubiera secuestrado al espíritu del Rey Mufasa para que siguiera aconsejándolo eternamente. Pero Simba había madurado en ese momento y el pequeño dictador no era maduro, solo se llamaba así, pero no lo era, era verde. Así le llamaba el Gran Dictador: “Verde”. Y del verde llegó a la putrefacción sin haber pasado nunca por la madurez.
Obligado a cantar, torturado sicológicamente, con desabasto de alimentos y privado de contacto con el exterior, en poco tiempo el ave perdió el brillo de sus plumas y su semblante cambió. Su canto poco a poco se transformó en un feo graznido y las palabras que dedicaba al pequeño dictador estaban llenas de odio y resentimiento. Ya no era un pajarito, ni siquiera un cuervo, ahora era un zopilote; un ave de mal agüero, un ave carroñera.
El pequeño dictador, cada día más solo, cada día más intolerante y violento, le preguntaba qué hacer mientras trataba de lavarse las manos manchadas de sangre. Le preguntaba si lograría derrotar a sus enemigos, si conservaría el poder para él y los suyos, si lograría reprimir a las voces disidentes. Le preguntaba si acaso era necesario endurecer aún más la violencia del Estado contra aquellos que no estaban de su lado.
Pero el ave para entonces ya era libre de su yugo aunque siguiera cautiva. Y clavaba sus grandes ojos en la figura cada vez más reducida del pequeño dictador. El pajarito que se volvió zopilote y no cuervo solo tenía una cosa que responder a cada pregunta y a cada balbuceo del incipiente tirano. Solo una cosa que decirle por el resto de su vida. Y esas dos palabras salidas de un cuento de Edgar Allan Poe se las repetiría hasta el fin de sus pequeños días, e incluso más allá:
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era un pajarito que cada mañana platicaba con el pequeño dictador de
cierto país. Le hablaba de política y de deportes, comentaban las
telenovelas y le daba consejos sobre cómo gobernar.
El pequeño dictador lo escuchaba con atención porque estaba seguro que el pajarito era la reencarnación milagrosa de su padre político; el hombre que lo formó, que creyó en él y que le heredó el poder como solo podría hacerlo un padre con su hijo.
Nunca podremos saber si el pajarito era la reencarnación del Gran Dictador porque, en teoría, la reencarnación no existe, los pajaritos no hablan y los pequeños dictadores no suelen escuchar pajaritos porque, en términos generales, no escuchan. Sin embargo, esta es una historia inspirada en el realismo mágico sudamericano y todo es posible, incluso la realidad.
En el fondo el pequeño dictador necesitaba que alguien le dijera qué hacer. Habían sido tantos años de limpiar las botas del gran Dictador y de seguir sus instrucciones que había un vacío enorme que llenar en su alma pedestre e insegura. El pajarito no lo sabía, porque cuando el poder llega así de esa manera uno no se da ni cuenta, y el poder había enfermado al pequeño dictador. Un día ordenó que el pajarito fuera encerrado en una jaula. El pajarito se entregó voluntariamente. Su acto es confuso. Ya no sabemos quién es el pajarito en este momento de la fábula. Sólo sabemos que su libertad ponía nervioso al pequeño dictador.
De algún modo era como si el joven Simba hubiera secuestrado al espíritu del Rey Mufasa para que siguiera aconsejándolo eternamente. Pero Simba había madurado en ese momento y el pequeño dictador no era maduro, solo se llamaba así, pero no lo era, era verde. Así le llamaba el Gran Dictador: “Verde”. Y del verde llegó a la putrefacción sin haber pasado nunca por la madurez.
Obligado a cantar, torturado sicológicamente, con desabasto de alimentos y privado de contacto con el exterior, en poco tiempo el ave perdió el brillo de sus plumas y su semblante cambió. Su canto poco a poco se transformó en un feo graznido y las palabras que dedicaba al pequeño dictador estaban llenas de odio y resentimiento. Ya no era un pajarito, ni siquiera un cuervo, ahora era un zopilote; un ave de mal agüero, un ave carroñera.
El pequeño dictador, cada día más solo, cada día más intolerante y violento, le preguntaba qué hacer mientras trataba de lavarse las manos manchadas de sangre. Le preguntaba si lograría derrotar a sus enemigos, si conservaría el poder para él y los suyos, si lograría reprimir a las voces disidentes. Le preguntaba si acaso era necesario endurecer aún más la violencia del Estado contra aquellos que no estaban de su lado.
Pero el ave para entonces ya era libre de su yugo aunque siguiera cautiva. Y clavaba sus grandes ojos en la figura cada vez más reducida del pequeño dictador. El pajarito que se volvió zopilote y no cuervo solo tenía una cosa que responder a cada pregunta y a cada balbuceo del incipiente tirano. Solo una cosa que decirle por el resto de su vida. Y esas dos palabras salidas de un cuento de Edgar Allan Poe se las repetiría hasta el fin de sus pequeños días, e incluso más allá:
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Nunca podremos saber si el pajarito era la reencarnación del Gran Dictador porque, en teoría, la reencarnación no existe, los pajaritos no hablan y los pequeños dictadores no suelen escuchar pajaritos porque, en términos generales, no escuchan. Sin embargo, esta es una historia inspirada en el realismo mágico sudamericano y todo es posible, incluso la realidad.
En el fondo el pequeño dictador necesitaba que alguien le dijera qué hacer. Habían sido tantos años de limpiar las botas del gran Dictador y de seguir sus instrucciones que había un vacío enorme que llenar en su alma pedestre e insegura. El pajarito no lo sabía, porque cuando el poder llega así de esa manera uno no se da ni cuenta, y el poder había enfermado al pequeño dictador. Un día ordenó que el pajarito fuera encerrado en una jaula. El pajarito se entregó voluntariamente. Su acto es confuso. Ya no sabemos quién es el pajarito en este momento de la fábula. Sólo sabemos que su libertad ponía nervioso al pequeño dictador.
De algún modo era como si el joven Simba hubiera secuestrado al espíritu del Rey Mufasa para que siguiera aconsejándolo eternamente. Pero Simba había madurado en ese momento y el pequeño dictador no era maduro, solo se llamaba así, pero no lo era, era verde. Así le llamaba el Gran Dictador: “Verde”. Y del verde llegó a la putrefacción sin haber pasado nunca por la madurez.
Obligado a cantar, torturado sicológicamente, con desabasto de alimentos y privado de contacto con el exterior, en poco tiempo el ave perdió el brillo de sus plumas y su semblante cambió. Su canto poco a poco se transformó en un feo graznido y las palabras que dedicaba al pequeño dictador estaban llenas de odio y resentimiento. Ya no era un pajarito, ni siquiera un cuervo, ahora era un zopilote; un ave de mal agüero, un ave carroñera.
El pequeño dictador, cada día más solo, cada día más intolerante y violento, le preguntaba qué hacer mientras trataba de lavarse las manos manchadas de sangre. Le preguntaba si lograría derrotar a sus enemigos, si conservaría el poder para él y los suyos, si lograría reprimir a las voces disidentes. Le preguntaba si acaso era necesario endurecer aún más la violencia del Estado contra aquellos que no estaban de su lado.
Pero el ave para entonces ya era libre de su yugo aunque siguiera cautiva. Y clavaba sus grandes ojos en la figura cada vez más reducida del pequeño dictador. El pajarito que se volvió zopilote y no cuervo solo tenía una cosa que responder a cada pregunta y a cada balbuceo del incipiente tirano. Solo una cosa que decirle por el resto de su vida. Y esas dos palabras salidas de un cuento de Edgar Allan Poe se las repetiría hasta el fin de sus pequeños días, e incluso más allá:
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cierto país. Le hablaba de política y de deportes, comentaban las
telenovelas y le daba consejos sobre cómo gobernar.
El pequeño dictador lo escuchaba con atención porque estaba seguro que el pajarito era la reencarnación milagrosa de su padre político; el hombre que lo formó, que creyó en él y que le heredó el poder como solo podría hacerlo un padre con su hijo.
Nunca podremos saber si el pajarito era la reencarnación del Gran Dictador porque, en teoría, la reencarnación no existe, los pajaritos no hablan y los pequeños dictadores no suelen escuchar pajaritos porque, en términos generales, no escuchan. Sin embargo, esta es una historia inspirada en el realismo mágico sudamericano y todo es posible, incluso la realidad.
En el fondo el pequeño dictador necesitaba que alguien le dijera qué hacer. Habían sido tantos años de limpiar las botas del gran Dictador y de seguir sus instrucciones que había un vacío enorme que llenar en su alma pedestre e insegura. El pajarito no lo sabía, porque cuando el poder llega así de esa manera uno no se da ni cuenta, y el poder había enfermado al pequeño dictador. Un día ordenó que el pajarito fuera encerrado en una jaula. El pajarito se entregó voluntariamente. Su acto es confuso. Ya no sabemos quién es el pajarito en este momento de la fábula. Sólo sabemos que su libertad ponía nervioso al pequeño dictador.
De algún modo era como si el joven Simba hubiera secuestrado al espíritu del Rey Mufasa para que siguiera aconsejándolo eternamente. Pero Simba había madurado en ese momento y el pequeño dictador no era maduro, solo se llamaba así, pero no lo era, era verde. Así le llamaba el Gran Dictador: “Verde”. Y del verde llegó a la putrefacción sin haber pasado nunca por la madurez.
Obligado a cantar, torturado sicológicamente, con desabasto de alimentos y privado de contacto con el exterior, en poco tiempo el ave perdió el brillo de sus plumas y su semblante cambió. Su canto poco a poco se transformó en un feo graznido y las palabras que dedicaba al pequeño dictador estaban llenas de odio y resentimiento. Ya no era un pajarito, ni siquiera un cuervo, ahora era un zopilote; un ave de mal agüero, un ave carroñera.
El pequeño dictador, cada día más solo, cada día más intolerante y violento, le preguntaba qué hacer mientras trataba de lavarse las manos manchadas de sangre. Le preguntaba si lograría derrotar a sus enemigos, si conservaría el poder para él y los suyos, si lograría reprimir a las voces disidentes. Le preguntaba si acaso era necesario endurecer aún más la violencia del Estado contra aquellos que no estaban de su lado.
Pero el ave para entonces ya era libre de su yugo aunque siguiera cautiva. Y clavaba sus grandes ojos en la figura cada vez más reducida del pequeño dictador. El pajarito que se volvió zopilote y no cuervo solo tenía una cosa que responder a cada pregunta y a cada balbuceo del incipiente tirano. Solo una cosa que decirle por el resto de su vida. Y esas dos palabras salidas de un cuento de Edgar Allan Poe se las repetiría hasta el fin de sus pequeños días, e incluso más allá:
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Nunca podremos saber si el pajarito era la reencarnación del Gran Dictador porque, en teoría, la reencarnación no existe, los pajaritos no hablan y los pequeños dictadores no suelen escuchar pajaritos porque, en términos generales, no escuchan. Sin embargo, esta es una historia inspirada en el realismo mágico sudamericano y todo es posible, incluso la realidad.
En el fondo el pequeño dictador necesitaba que alguien le dijera qué hacer. Habían sido tantos años de limpiar las botas del gran Dictador y de seguir sus instrucciones que había un vacío enorme que llenar en su alma pedestre e insegura. El pajarito no lo sabía, porque cuando el poder llega así de esa manera uno no se da ni cuenta, y el poder había enfermado al pequeño dictador. Un día ordenó que el pajarito fuera encerrado en una jaula. El pajarito se entregó voluntariamente. Su acto es confuso. Ya no sabemos quién es el pajarito en este momento de la fábula. Sólo sabemos que su libertad ponía nervioso al pequeño dictador.
De algún modo era como si el joven Simba hubiera secuestrado al espíritu del Rey Mufasa para que siguiera aconsejándolo eternamente. Pero Simba había madurado en ese momento y el pequeño dictador no era maduro, solo se llamaba así, pero no lo era, era verde. Así le llamaba el Gran Dictador: “Verde”. Y del verde llegó a la putrefacción sin haber pasado nunca por la madurez.
Obligado a cantar, torturado sicológicamente, con desabasto de alimentos y privado de contacto con el exterior, en poco tiempo el ave perdió el brillo de sus plumas y su semblante cambió. Su canto poco a poco se transformó en un feo graznido y las palabras que dedicaba al pequeño dictador estaban llenas de odio y resentimiento. Ya no era un pajarito, ni siquiera un cuervo, ahora era un zopilote; un ave de mal agüero, un ave carroñera.
El pequeño dictador, cada día más solo, cada día más intolerante y violento, le preguntaba qué hacer mientras trataba de lavarse las manos manchadas de sangre. Le preguntaba si lograría derrotar a sus enemigos, si conservaría el poder para él y los suyos, si lograría reprimir a las voces disidentes. Le preguntaba si acaso era necesario endurecer aún más la violencia del Estado contra aquellos que no estaban de su lado.
Pero el ave para entonces ya era libre de su yugo aunque siguiera cautiva. Y clavaba sus grandes ojos en la figura cada vez más reducida del pequeño dictador. El pajarito que se volvió zopilote y no cuervo solo tenía una cosa que responder a cada pregunta y a cada balbuceo del incipiente tirano. Solo una cosa que decirle por el resto de su vida. Y esas dos palabras salidas de un cuento de Edgar Allan Poe se las repetiría hasta el fin de sus pequeños días, e incluso más allá:
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